jueves, 26 de diciembre de 2013

Un Amanecer

En la infancia, cuando todo es una aventura, los días son más largos, nada está planeado y no nos sorprende que la vida te muestre a cada rato experiencias inesperadas, mi Papá nos invitaba a ver un amanecer, él siempre ha tenido una costumbre, casi manía de levantarse antes de las 5:00 de la mañana, eso no lo heredé. Pero aquellos sábados y domingos, sin horario de escuela ni trabajo, llevarnos a un amanecer, era esa caminata a oscuras por la Ciudad Universitaria de la UNAM, que nos quedaba a pocas calles de la casa, especialmente por sus agrestes reservas ecológicas, donde una varita de árbol nos daba el poder de alejar a las telarañas y todos los insectos extraños que rondaban. Un amanecer significaba alejarnos lo más posible de lo urbano para esperar la salida del sol desde un punto cercano al jardín botánico, habiendo pasado por debajo la avenida insurgentes y de lado el estadio de los Pumas. La experiencia tenía que ver con mirar la salida del sol que generalmente era desde un punto entre los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, algunas veces alrededor de las 6:50 de la mañana y otras cerca de las 7:10, yo llevaba reloj y me gustaba registrar números (hablando de manías). El recorrido incluía reconocer entre las plantas salvajes aquellas que eran comestibles, aquellas que tenían un nombre que a los hermanitos nos parecía chistoso: campanolas, tomatoides, biznaga, sábila, cola de zorro, etcétera. El recorrido incluía el reto del adulto contra los pasitos de los niños, su pronto cansancio y distracciones. Un amanecer aveces nos parecía tan simple, que no le dábamos importancia que algunos primos de la edad se auto invitaban, incluso años después, los sobrinos mayores lamentan que ya no les haya tocado ir con su Abuelito.  Muchas veces juntábamos varillas para hacer papalotes y  regresábamos por la tarde para tratar de elevarlos. Mi Papá disfrutaba la caminata, decía que le recordaba su origen rural, aunque mis tías cuentan que dejaron el campo cuando mi Papá tenía escasos tres años de edad. El amanecer terminaba y parecía que nuestro día había sido extendido, regresábamos a desayunar en familia y nos esperaba todo un sábado o domingo que había iniciado con un addendum. En los años recientes he tratado de llevar a mi Papá a revivir un amanecer, pero en primer lugar levantarse alrededor de las 5:00 no está en mi repertorio de hábitos, en segundo lugar la Ciudad Universitaria tiene nuevas construcciones sobre muchas áreas que eran reserva y las que quedan como tales, tienen ahora una valla perimetral, en tercer lugar empujar su silla de ruedas hace más complejo el recorrido, en cuarto lugar, con las secuelas de su padecimiento es arriesgado exponerlo a los cambios de temperatura, en sexto lugar la pérdida de visión no le permitiría apreciar el punto de salida del sol; en séptimo lugar, lo malhumora sentirse dependiente, no vale la pena seguir enumerando los peros. Este texto no apunta a otro lado que no sea apreciar el aquí y ahora, darle un lugar especial a las experiencias vividas por cotidianas o repetitivas que parecieran, porque muchas veces lo que nos queda es sólo eso: el recuerdo, no porque se trate de experiencias sencillas son susceptibles de repetirse a voluntad. Nunca sabemos cuándo nuestras circunstancias cambiarán, ni si las condiciones volverán a ser propicias. No necesitamos una experiencia cumbre, para valorar los momentos vividos,  porque un día serán nuestros más preciados recuerdos y nos resta sólo enmarcarlos para volver a ellos al menos en pensamiento.