martes, 25 de septiembre de 2018

Orfandad total



No existía servicio de #uber, era difícil conseguir taxi a media noche, ya no había transporte público en esa Ciudad de México de la mitad de los años 1970, no recuerdo para qué me llevaron al médico, ni recuerdo a qué hora llegamos a casa, lo que recuerdo es que mi Papá me trajo cargado desde el hospital, unos cuatro kilómetros quizás y venía yo ya sin molestias como si estuviéramos jugando al jinete. Tengo ese recuerdo para aferrarme cuando la memoria se pierde buscando algo asociado a un gesto entre mi Papá y yo.

Hace un mes falleció, desde aquella escena de casi medio siglo atrás, pasaron muchas cosas, las relaciones familiares tienen altibajos: separaciones con alivio y dolorosos reencuentros. Luego de la época de mi niñez en los años 70’s, vino la adolescencia y su correspondiente respuesta reactiva a la autoridad, ya mi Papá había dejado de ser mi superhéroe para pasar a ser el blanco de todas mis supuestas ideas contra lo establecido. 

Tuvimos  conflictos, tuvimos distanciamiento, pero invariablemente sabía que el pilar del hogar, junto a mi Madre, junto a mis hermanos menores, mis hermanas casadas y la generación de sobrinos que empezaban a desfilar por la casa, seguía siendo mi Padre. Yo ya me había integrado al mundo laboral formal, tenía el fantasioso pensamiento de ser independiente, de ya no pedir manutención a mis padres. Lo fantasioso era esa independencia, pues seguir viviendo bajo el mismo techo y teniendo resueltas otras necesidades, mi independencia se delimitaba a mis gastos para mantenerme estudiando en  la universidad, vestirme y calzarme, mis idas al cine, fiestas y algún viaje cada fin de año.

Fue en esa época cuando tuve los mayores desencuentros del tipo generacional con mi Papá y quizás las mayores descalificaciones a su modo retro de pensar. Cierta vez, en el bautizo de uno de mis sobrinos, me dijo que quería hablar conmigo, que era preciso que conociera yo a mis otros hermanos y hermanas, textualmente me dijo que no quería que las fuera conocer en otras circunstancias y sin saber, cometiera yo alguna “tontería”, sin tener claro a qué se refería con eso, me llené de coraje y le dije que entonces las sospechas de mi madre eran ciertas y que él le había mentido todo este tiempo, se me vino a la mente también algunas de las limitaciones y aquella esperada bicicleta de carreras que tuve hasta que yo mismo, ya trabajando me la pude que comprar, mantener dos familias nos había dejado con expectativas a la mitad a unos y a otros. Yo no quise conocer a mis medios hermanos, pensé que ellos no tendrían la culpa de mi enojo. Le dejé de hablar, esa fue la reacción del todavía adolescente que fui. Discernir y armar un modelo de pareja estable, me tomaría algunos años y tropiezos más de lo normal.

Ya había dejado de ser mi superhéroe en la niñez, ya no le otorgaba autoridad en la adolescencia. Pero ahí estuvo, lo vi respetuoso durante mi examen profesional, acompañando a mi Madre y hermanas que asistieron, ahí estuvo en momentos como el nacimiento de mi hijo y de mi hija, ahí estuvo en mi primera casa y nueva familia, estuvo para ofrecerme su casa si algún día esa familia se desintegraba y cuando sucedió, pernocté en su casa tantas veces como lo necesité.

Mi Padre alcanzó la edad para retirarse pensionado de su trabajo, al cual se había consagrado, quizás más que a sus familias, a partir de su retiro ya no se levantaba tan temprano, ya no se activaba y arreglaba para salir, sus horarios de comida se volvieron laxos y su salud mermada. Ya Jubilado, formó junto con amigos de su generación el trío los jubilosos quienes llegaron a amenizar bautizos y cumpleaños, empezó a dedicarle tiempo a su pasatiempo de cantautor y hasta su traje de mariachi se mandó hacer, de un color verde olivo que siempre fue su favorito y que yo, por mera oposición nunca he querido usar una prenda de vestir de ese color.

Abundio Orduña Santana (1937-2018)



Ya en su edad más avanzada y más a invitación de mi Madre y pretextos festivos de mis hermanos, hermanas y sobrinos, los frecuentaba yo cada vez más. Con ese afecto distante que prácticamente no daba para abrazos, quizás presencia, quizás cercanía, apoyo, pero no abrazos. La autosuficiencia e independencia que mi Papá quería seguir demostrando, hizo que ignorara y que nos mantuviera al margen de sus recientes padecimientos, hoy conocidos como síndrome metabólico, pero en ese momento diagnosticados por separado y tratados sin una visión integral: diabetes, hipertensión, colesterol elevado, derivando en derrame cerebral, que lo puso en cama con hemipariasis y sin habla. De esas vueltas de 180 grados que da la vida, se volvió totalmente dependiente, incomunicado, sin movimiento en la mitad del cuerpo, sin posibilidad de caminar de nuevo por sí mismo. Los hermanos nos comprometimos en su cuidado y agotados nos apoyamos de cuidadora o enfermera, sin embargo mi Madre, con sus propios padecimientos y sin ver mejora alguna en mi Papá, a los dos años entró ella al hospital para una operación del sistema digestivo y ya no salió con vida.

Mi papá siguió no dos ni tres, ni cinco ni 10, sino 13 años en esa situación de parálisis, sin habla, dependiente cada vez más y en un deterioro lento y cruel, pasó por todo tipo de tratamientos, fisioterapia, todo tipo de terapias alternativas,  una compleja y minuciosa organización de los hijos y las hijas para cuidarlo. Se cumplieron los pronósticos del Geriatra sobre el deterioro paulatino de todos sus sistemas, digestivo, respiratorio, circulatorio. Casi a los nueve de esos 13 años, tuvo complicaciones renales y luego de medio año hospitalizado en condición grave, fue necesario hacerle diálisis peritoneal cuatro veces al día, es decir, sanitizar toda su habitación y conectarlo a sondas de entrada y salida de líquido que suplían la función de los riñones.

Aquel que había dejado de ser mi superhéroe, que había perdido autoridad, ahora perdía su salud, se había quedado viudo, aquellos hijos suyos que no quise conocer, 30 años después se integraron también a su apoyo y cuidado. En ese deterioro lento, todos nos fuimos contagiando de una normalización de la enfermedad, los nietos y bisnietos no lo conocieron de pie, sabían que en ese cuarto, en esa cama, había una persona recostada a la que le decían Abuelito y al saludarlo o darle un beso,  no estaban seguros de que los hubiera escuchado o identificado. Pasaron decenas de cuidadoras y enfermeras, su cuidado no era fácil y terminaban pidiendo su cambio o despedidas por la transformación de ellas mismas en su trato con “el paciente”. Llevarlo de paseo era todo un operativo de silla de ruedas, medicamentos e instrumentos. Al final de esos 13 años ya no todos sus hijos colaboraban, algunos vencidos por el cansancio, otros por sus propios asuntos de salud y otros más por razones no del todo explicables, se alejaron, uno de ellos llegaba con arreglos de fruta, ya ni pasaba a saludarlo, sólo dejaba arreglos de fruta, de los cuales la mayoría no podían incluirse en su dieta, pero los llevaba como quien lleva flores al recuerdo de alguien que ya no está.

Un martes hace un mes, aunque no me tocaba hacer guardia para cuidarlo, me quedé a dormir en su casa, la hermana que estaba a su lado me llamó más de una vez en la noche, me dijo que no lo veía bien, que tenía una mirada como de pánico, que a ratos le daba la impresión de que estaba rezando, que extendía la mano como si se tomara de la mano de alguien que nosotros no veíamos. A las ocho de la mañana del día siguiente, antes de su rutina de tomar signos, glucosa y administrarle medicamentos, otra de mis hermanas me llamó alarmada, entré a su cuarto y ya mi Padre no tenía pulso, cerró sus ojos y se apagó como una bombilla que lentamente con un “dimmer”  va bajando la intensidad, hasta no estar seguro de si sigue encendida o no.

Se había perdido el superhéroe de la infancia, había perdido la figura de autoridad de la adolescencia, el afecto distante, él había perdido su salud, ahora lo habíamos perdido completo. Dice la Tanatóloga que esto se llama pérdidas anticipadas y que se libera un alma presa en un cuerpo que ya no funciona, dice que  se trata de cierres de ciclos, yo le llamo la orfandad total.


La salida de casa a su última morada fue con su traje de mariachi verde olivo, que no es casualidad que sea más parecida a la palabra alivio que a la palabra olvido.