Eran los días de primaria, a mí me tocaba ir en el turno
vespertino, en aquella década de finales de los años 70, a punto de entrar a la
divertida adolescencia de los años 80 del siglo pasado. La niñez transcurría con
la mañana libre como regalo, sin programas infantiles por los pocos canales de
televisión que transmitían antes del mediodía. La fantasía se alimentaba de
vivencias, no de productos comerciales, recuerdo a mis hermanos y primos todos
en la escuela por la mañana y pegados a la televisión por la tarde. Yo caminaba y caminaba, salía a hacer las diligencias o sea mandados a la tienda y el mercado, generalmente
acompañado el capi o el palomo, esos perros que vivían fuera de casa a menos
que el clima fuera lluvioso y que de alguna manera eran alimentados por más de
un vecino y le debían lealtades a todos, no eran perros de casa, ni de caza, ni de
la calle, eran los perros parte del paisaje, el capi, una cruza dominada por
características de pastor alemán y que por su porte de perro policía alguien
bautizó como el capitán, pero para un perro basta dos sílabas para que entienda
su identidad, se le llamó siempre el capi y el otro perro era el palomo, más
pequeño de una raza también indefinida, pero de pelaje blanco, blanco renovado con el baño de cada sábado, cual paloma de la paz, pero por su género, quedó su nombre en
palomo, esos perros y muchos más que fueron la compañía de los niños, permitían
una interacción más sana que la televisión, por cierto, no era del todo una elección,
cuando por curiosidad la encendíamos antes del mediodía, sólo aparecían las barras de colores que se dice servían para calibrar los de las televisiones nuevas en su cinescopio, ese
tubo al vacío que disparaba electrones y formaba la imagen en la pantalla, por
eso eran más anchas que un librero, por el cañón de electrones que se decía tenían dentro.
Aquellas largas mañanas, casi solo en casa, quizás con los
pasitos de un sobrino o primo que aún no tenía edad para ir al kínder, me daban
ese exquisito tiempo de fantasear, crear una propia ruta de la realidad, a partir de las
lecturas fragmentadas de los libros de texto gratuitos que nos entregaban en
las escuelas públicas, las pocas secciones de adivinanzas o de trabalenguas que me
parecían gemas en aquel mar de letras, me daban oportunidad de dibujar, de irme
a los sitios favoritos de los libros, de husmear en los libros que no eran
aptos para mi edad, pero ante la falta de supervisión del adulto, los hojeaba también,
no todos los entendía, algunos, en efecto, no eran aptos para mi edad. Las casas de los
años 70, no eran cerradas, así como entraba el capi y el palomo, de repente
llegaba también un vecino, o el primo que había fingido catarro para no ir a la
escuela y jugábamos, a veces era el fútbol, pero más frecuentemente
construíamos pequeños mundos: las sillas tiradas de costado y una manta encima
nos ofrecían un complicado laberinto que sólo el que había acomodado la
disposición, lograba cruzar al primer intento. Las mismas sillas encimadas
entre sí, se convertían en una pirámide cuyo reto no era evitar caerse, sino
caerse de la manera más ingeniosa o escandalosa posible, fue una etapa de
hematomas por golpes, raspones y mucho merthiolate, esa sustancia líquida que
nos aplicaban con una mini-brocha de plástico semi-duro que dolía mucho más que
el raspón mismo, pero que teníamos que dejarnos aplicar por la Mamá porque sólo
así se “evitaban infecciones”, por lo tanto, el reto de caerse, se
complementaba con el reto de esconder las heridas. Ese mundo de fantasía y de creación de mundos
virtuales en el juego, es decir, toda la mañana utilizando el hemisferio
izquierdo, nos hacía llegar a la escuela en el turno de la tarde con la mente
despejada, y completamente oxigenada, nadie se quedaba dormido, porque salir al
recreo con el sol de las 4:30 de la tarde, era más que ideal.
En alguno de esos años, nos pusieron a leer El
Principito de Antoine de Saint-Exupéry, la maestra nunca pronunció bien el
nombre del autor, pero eso era lo de menos, en una época que poco o nada se hablaba de
globalización, se nos permitía pronunciar los nombres y las palabras tal como se
leían en español. Con una mente abierta a la fantasía y acostumbrada a crear
mundos, personajes, roles y representarlos en los diferentes juegos, que a un
piloto accidentado se le apareciera un niñito a medio desierto pidiéndole que
le hiciera un dibujo, no nos sorprendía en lo más mínimo, que existieran
planetas tan reducidos que podrías recorrerlos con unos pocos pasos y que
además cuidaras tus propios volcanes porque son útiles para prepararse el
desayuno, tampoco nos sorprendía, que hablara con una flor y nos diera una
lección sobre conexión especial, ¿eso qué?. Y que un zorro domesticado empezara a
ser feliz desde las tres, si quedábamos de vernos a las cuatro, eso lo vivía
diario con el capi y el palomo.
Pero aquella maestra nos confrontó innecesariamente con la
realidad y luego de repasar la lectura, nos preguntó: ¿quienes de ustedes creen
que el principito es una historia real?, levanten la mano. Todos la levantamos
sin duda, por supuesto, - siguiente pregunta, maestra-.
La sorprendida fue ella, con cara de ¿qué les pasa?, nos
cuestionó porqué creíamos que era real…
- Porque lo dice un libro que nos dieron a leer en la escuela (así como el que nos habla del descubrimiento de América, o del pastorcito de San Pablo Guelatao, Oaxaca que llegó a presidente)
- Porque en el libro viene dibujado cómo era el principito
- Porque el tal "Antuan" transcribió los diálogos que tuvo con el niño, es más lo cargó y sintió que su corazoncito estaba latiendo
- Porque le platicó que sobre el amor a la flor y al zorro, el amor es de personas reales ¿no?
- Porque uno espera que alguien que se dedica a pilotar aviones nos hable con la verdad
- Porque hablaba con su zorro para domesticarlo y tenía una flor.
Imagen tomada de https://lifestyle.americaeconomia.com/sites/lifestyle.americaeconomia.com/files/styles/gallery_image/public/48919_3_0.jpg?itok=k1k0N8-m
Y teníamos muchos más argumentos, pero la maestra tenía dos
contundentes: era adulta y era autoridad y con la misma sensación de cuando nos
dijeron que no existían los Reyes Magos ni Santa Claus, ella dijo que no
existió el Principito, que era un libro de ficción, a lo que en un principio
nos resistíamos, ficción eran naves espaciales y robots con manos de tubo de
aspiradora que hablaban con humanoides de orejas picudas…..
Ocurre frecuentemente que la primera reacción es negar lo
que no podemos aceptar:
- - Maestra: ¿queda la posibilidad de que sí se le apareció, pero como regresó a su estrella nadie más lo vió?
- - Maestra: ¿lo habrá confundido con un duende, pero como traía abrigo lo vio como príncipe?
- - ¿Podemos preguntarle al maestro Rogelio de 2° “B” si él tiene información de que sí?
Pero no, la maestra con su autoridad no cedió, nos recetó
una dosis de realidad, de esas que van dándole vuelta de página al maravilloso mundo del
pensamiento mágico, que dice Jean Piaget que desaparece alrededor de los
siete años para dar paso a la etapa de las operaciones concretas. Ese día
regresamos a casa, salíamos cerca de las 6:30 de la tarde con un sol que se escondía ya, con esa sensación de algo que se rompió o se perdió para siempre:
la inocencia.
Años después le dije a mi hijo de tres o cuatro años, te voy
a leer esta parte de un libro que te va a sorprender:
“….
de pronto saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
No
había nada muy extraordinario en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño
oír que el conejo se decía a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar
tarde!» (Cuando pensó en ello después, decidió que, desde luego, hubiera debido
sorprenderla mucho, pero en aquel momento le pareció lo más natural del mundo).
Pero cuando el conejo se sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó
a correr, Alicia se levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella
nunca había visto un conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él, y,
ardiendo de curiosidad, se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó
justo a tiempo para ver cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al
pie del seto.
Un
momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a
considerar cómo se las arreglaría después para salir.
Al
principio, la madriguera del conejo se extendía en línea recta como un túnel, y
después torció bruscamente hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo
siquiera tiempo de pensar en detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía
un pozo muy profundo.
O el pozo era en
verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía,
tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a
suceder después. Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde iría a parar,
pero estaba todo demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las
paredes del pozo y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para
libros:………”
Imagen tomada de https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgi0ukBHVEZlpXpzVkdQzIweCooYi_8x7aa2PT05iS0wqomsC8EW8DCzSTeZZLxZI-I5hYnM9KxqlSZByJgdlGa8-0JsxhhviIZNIbemndp03VfpHjjlm2dXgZj6QF65-EpdsIq1y4Bb1Q/s1600/libro3.jpg
Esperaba yo su cara de extrañeza y sus preguntas de ¿por qué
un conejo llevaba un reloj? , ¿porqué un túnel de conejo sería tan profundo? , ¿porqué una niña tarda tantísimo en caer?, ¿porqué una madriguera estaría llena de
estantes para libros?.
Me miró con aburrimiento, con cara de ¿eso por qué me
tendría que sorprender? Y lo que me dijo fue ¿ya puedo seguir jugando con mi
Buzz Lightyear?, al parecer se había quedado en un impasse de su interesante
juego para escucharme sobre una nada sorprendente Alicia. Me guardé mi adultez
y autoridad para otro momento.
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