Un clásico timbre de despertador
que si bien no era un reloj con campanas físicas, sí era una perfecta imitación
digitalizada de un imperfecto sonido fuerte, molesto, penetrante, que cumplía
con su función de establecer una violenta frontera entre el mundo de los sueños
y la realidad, como si el éxito de la frenética era tecnologizada fuera separar
lo más posible lo onírico de lo tangible. Se ha frotado los ojos y sin abrirlos
del todo, localiza a tientas el calzado para establecer esa otra barrera entre
tener contacto con el piso y saberse confortable hasta para dar el primer paso
del día. Una luz que se activa por movimiento y calcula con base en registros
diarios la intensidad adecuada y preferida por el usuario, evitándole la molestia
de tomar una decisión sobre cómo encender y hasta dónde subir el “dimmer”, es
más, ni preocuparse por llamarlo por su nombre en castellano “regulador de
intensidad”. Se activan de igual forma los dispositivos de audio y sonido, que
en su comunicación aún masiva, exaltan la moda de “vive el hoy”, “no viva en el
pasado”, “no se preocupe por el futuro”, “disfrute el aquí y el ahora”, en
diferentes mensajes, supra y subliminales, de vestir, de viajar, de beber, de
consumir, todos los mensajes llevan implícito el mensaje de vivir el presente.
Ese presente tan anunciado como “el
futuro”, ya lo ha alcanzado, desde aquella vieja cultura pop de normalización y
de uniformidad, de estilo de vida similar, de estándar de vida único para todas
las personas, donde cada vez se parecían más y la globalización era la meta. El
futuro personalizado, customizado,
único y diferenciado para cada individuo, le ha regresado a un pasado aún más
remoto, donde ahora es tan diferenciado, único y personalizado, que nadie más
en este planeta interconectado y a la vez departamentalizado come la misma caja
de cereal, con la cantidad customizada
de minerales, carbohidratos y azúcar que el registro médico envía a la empresa
de alcance internacional para que sea preparado y empacado de manera única y
personalizada para él. En general, su vida es así, la ropa que alguna vez le
gustó para vestir hoy llega en colores y talla perfecta, según los datos que
envía la báscula y métrica interconectadas, su transporte ajustado a su biometría
y la ruta optimizada o preestablecida que le garantizan nunca desviarse ni
llegar con retraso, pero tampoco anticipadamente, en el comedor sus alimentos
pesados, medidos y cocidos de acuerdo a las preferencias que ha mostrado o que
le han sido observadas, siempre el sabor justo, la temperatura adecuada, la
consistencia y sobre todo la cantidad necesaria de nutrientes, azúcares,
proteínas, vitaminas, grasas, de forma tal que el equilibrio exterior está en
armonía con la homeostasis biológica. El entretenimiento cuidadosamente
seleccionado, nunca escuchará música a la que alguna vez reaccionó con
desagrado, sí aquella que le ha elevado el pulso y que en otro horario le ha
relajado y liberado de tensión. No es un ambiente controlado, no es una prisión
urbana, es la optimización de las preferencias, el algoritmo de evitar la molestia
y promover el confort. Sin embargo, siente que algo le hace falta, que en ese
mecanismo perfecto como reloj mecánico de alta precisión, nada le representa
reto, entonces fuera del alcance de las cámaras y los sensores térmicos y de
movimiento, desenvuelve ese extraño objeto, conseguido clandestinamente como excéntrica
antigüedad eliminado por obsoleto hace tantos años y que representa (le han
dicho) su emancipación, lo abre y la fórmula empieza de esta forma “En un lugar
de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme……..”
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